Historia de la Espada del Espíritu

En 1969, cuando yo estaba en la universidad en Ann Arbor, Michigan, había como 30 de nosotros que orábamos juntos con regularidad. En ese momento no éramos todavía una comunidad, sino solo un grupo de cristianos con lazos no muy fuertes, principalmente universitarios, que habíamos sido bautizados en el Espíritu Santo y estábamos tratando de tomar en serio nuestra fe. Nos reuníamos todos los lunes por la noche en una sala grande de una casa alquilada, para orar y buscar al Señor.

Durante una reunión a principios del verano de 1969, el Señor empezó a hablarnos sobre el arrepentimiento, sobre quitar los obstáculos a la obra del Señor que nosotros habíamos creado a causa de nuestros pecados que no habíamos reconocido y de los que no nos habíamos arrepentido. En una profecía tras otra durante esa reunión, oímos sobre las áreas que necesitaban cambiar y el Espíritu Santo fue abriendo los ojos de muchos de nosotros para que viéramos lo que él estaba viendo. En su mayor parte no se trataba de grandes pecados, sino de cosas que ocupaban en nuestra vida un lugar que Dios mismo quería ocupar: nuestros planes de carrera, nuestras posesiones muy queridas, nuestro interés desmedido por la comida y cosas por el estilo. Ese "examen de conciencia profético" duró varias semanas y ocasionó en muchos de nosotros un sentido de expectación: ¿para qué nos estaba preparando Dios? Parecía que se estaba dirigiendo a nosotros como grupo al mismo tiempo que nos hablaba como individuos. Parecía estar "haciendo algo con nosotros".

Hacia la mitad del verano descubrimos que nuestra atención era atraída hacia muchos pasajes en la Escritura referentes a la "alianza". Aquello fue el inicio de un año de descubrimiento, mientras aprendíamos acerca del amor de alianza y la fidelidad entre Dios y su pueblo y entre hermanos y hermanas que forman parte del mismo pueblo. Así había comenzado el llamado del Señor a la comunidad de alianza... con un llamado grupal al arrepentimiento.

Para el otoño de 1969, los Estados Unidos estaban en medio de las angustias del movimiento antibélico, y en el país imperaba un cuestionamiento generalizado de las normas establecidas de la sociedad. Las flores la marihuana y el LSD, el hacer las cosas a nuestro antojo. Mientras tanto, nuestro pequeño pero creciente grupo de estudiantes, graduados y hippies en la Universidad Michigan se estaba reuniendo todas las semanas para orar y aprender lo que nos decía la Biblia sobre la "alianza" y la comunidad.

La idea de comunidad estaba de moda en los Estados Unidos a fines de los años 60 pero nosotros comenzamos a aprender que la comunidad de "alianza" era algo más específico y más exigente: comunidad con Dios y con todos los que él había llamado, sintiéramos o no una afinidad natural con ellos. Los términos "fidelidad" y "amor fiel" aparecían repetidas veces cuando tratábamos de entender la comunidad en el Antiguo y el Nuevo Testamento: palabras que describían el modo personal en que Dios trataba al pueblo de su alianza y su expectativa de cómo debían ellos tratarlo a Él y tratarse unos a otros.

Esa educación en la comunidad nos resultaba difícil, especialmente a algunos de nosotros, radicales "antisistema", al confrontar la realidad de la autoridad de Dios. De hecho para todos era un poco incómoda al confrontar nuestro propio egocentrismo en las relaciones.

¿Has hecho algo malo? Pues no trates de encubrirlo esperando que nadie lo mencione Admítelo, responsabilízate por ello y pídeles a tus hermanos y hermanas que te perdonen ¿Tu hermano te defraudó, habló mal de ti, dañó algo tuyo? Háblale del asunto.

¿Te pidió perdón? Bueno, perdónalo como Dios te perdonó a ti ¿Hiciste una promesa? Haz todo lo que puedas por cumplirla, porque Dios es un Diosque guarda sus promesas y quiere que seamos como él.

A pesar de esta disciplina cotidiana de poner en práctica la palabra de Dios, todo el asunto nos llenaba de regocijo. Aprendíamos algo y ese mismo día o al día siguiente ya estábamos tratando de vivirlo con entusiasmo y gozo, a veces con sufrimiento.

Nuestra alegría nos mandaba a las carreteras y caminos de nuestra ciudad universitaria para llamar a todos los que pudiéramos a que vinieran a compartir la riqueza de nuestra vida conjunta. Al ir creciendo el número, Dios siguió hablando acerca de la comunidad, acerca de su deseo de integrar grupos de personas —incluso a nuestro grupo— para que fueran un pueblo cuya propia vida y relaciones reflejaran la naturaleza de Dios. También aprendimos que Dios tenía en mente muchísimo más que esa obra suya en esa ciudad universitaria del Medio Oeste de los Estados Unidos Una de las cosas más impresionantes de formar parte de la comunidad en aquellos primeros días en Ann Arbor, Michigan, era la fuerte convicción de que habíamos sido atrapados en una gran acción de Dios. Notábamos las evidencias por todas partes: hombres y mujeres escuchaban la palabra de Dios y sus vidas se transformaban. Dios hablaba y lo que decía se hacía realidad. Y ante nuestros propios ojos esa obra de Dios iba creciendo con asombrosa celeridad.

Quienes asistieron a una minúscula reunión de oración en Ann Arbor en Diciembre de 1967 (había allí quizás unas 15 personas) escucharon una profecía muy especial.

Ustedes van a recoger una cosecha que ustedes no sembraron. Van a sembrar, y en los años venideros verán la cosecha. La obra que ustedes han visto comenzar aquí se va a extender... Yo voy a traer a muchos otros a ustedes... y los voy a bautizar en mi Espíritu Santo. Voy a suscitar hijos e hijas para mi obra. En medio de ustedes se va a levantar una cruz luminosa de mi cuerpo... Yo voy a mandar a ustedes gente de todo el país para recibir un mensaje que van a llevar de regreso (consigo).

En cosa de unos breves años esa profecía se cumplió, ya que cientos de personas llegaban cada año a visitar la comunidad procedentes no sólo de todo el país sino de todo el mundo. Menos de ocho años después de que se diera esa profecía, la comunidad ya tenía que mantener casas de huéspedes para atender a las 1.500 personas que llegaban cada año a visitar la comunidad y a ver lo que Dios estaba haciendo allí.

Tal como había sido profetizado, muchos llegaban a Ann Arbor y captaban una visión de la comunidad cristiana vivida en el poder del Espíritu Santo y regresaban a sus hogares para ponerla en práctica ellos mismos. En aquellos primeros años se estaban sembrando las semillas que más tarde produjeron una cosecha de vida de comunidad cristiana en diversas partes del mundo.